Un momento terrible
La mañana del 18 de julio se quebró en un instante. Yaco y yo compartíamos un momento tranquilo en la cocina, tomando café mientras escuchábamos la radio, cuando de pronto la transmisión se interrumpió. Los gritos desesperados del locutor resonaron en nuestros oídos: “¡Estalló la AMIA! ¡Estalló la AMIA!” El mundo se detuvo. Nuestros dos hijos estaban allí, dentro del edificio.
El pánico se apoderó de nosotros. Intentamos comunicarnos con mi cuñado, que tenía un negocio en la cuadra siguiente, pero las líneas ya estaban colapsadas. Sin pensarlo dos veces, tomamos un taxi y salimos disparados hacia el lugar. Solo pudimos llegar hasta Pueyrredón. Desde allí, corrimos por Lavalle hasta Pasteur, donde nos encontramos con una escena indescriptible.
El caos era total. Una marea humana se movía mientras se formaban cadenas de personas pasando agua. En medio de la confusión, llegué al negocio de mi cuñado, donde me dieron la primera noticia: “Uno está aquí”. Pero no sabían decirme cuál de mis dos hijos era. Así comenzó una angustiante búsqueda por Fabián, entre conjeturas y esperanzas de que estuviera caminando por algún lado, que hubiera salido antes, que estuviera en alguna parte… Son recuerdos que, aún hoy, me desgarran el alma.
El día anterior
El domingo previo al atentado quedó grabado en mi memoria como un día de extraordinaria paz. Mientras Fabián y su padre compartían la emoción de una final de fútbol, yo había decidido visitar a mi hermana. Hay momentos que se quedan congelados en el tiempo, y recuerdo vívidamente la sensación de tranquilidad que flotaba en el aire ese día, una serenidad casi premonitoria que aún hoy me estremece al recordarla. Fabián tenía una rutina entrañable: cada mañana, a las siete en punto, pasaba por casa para dejar las llaves del taxi que compartía con mi marido. Era un arreglo que habían hecho entre ellos – Fabián lo manejaba después de su trabajo en la AMIA, y mi marido lo usaba durante el día. Yo siempre me levantaba para saludarlo, era nuestro pequeño ritual matutino. Pero ese último día, por alguna razón que aún no logro comprender, no me levanté a darle ese último saludo. Es un momento que el tiempo no ha logrado borrar de mi conciencia, un gesto cotidiano que se transformó en un peso que llevo en el corazón.
Como era Fabián
Fabián era un joven extraordinario. Sus estudios en la escuela ORT le abrieron camino en el mundo de la construcción, y aunque más tarde cursó tres años de arquitectura, su destino lo llevó a trabajar en la AMIA. Era un muchacho sencillo que irradiaba alegría, de esos seres humanos excepcionales que dejan huella en cada persona que conocen.
Su llegada a nuestras vidas fue especialmente significativa. Como primer hijo, primer nieto y primer sobrino de la familia por mi lado, su nacimiento fue muy esperado. Después de un tratamiento de fertilidad, la noticia de mi embarazo fue un momento fabuloso para todos nosotros. Fabián creció para convertirse en un joven apuesto, siempre preocupado por su imagen y su forma de presentarse ante el mundo.
Al momento de su partida, llevaba un año y medio de matrimonio. Era una pareja hermosa, profundamente enamorada. Juntos estaban construyendo su hogar, ese nido que solo esperaba por las cortinas para estar completo. Le apasionaba la cocina y tenía el corazón lleno de sueños y aspiraciones. Estaba en el umbral de una vida prometedora, construyendo el futuro que había imaginado. Su partida prematura dejó un vacío inconmensurable.
Estaré eternamente agradecida con su esposa por haberle dado tanto amor y felicidad durante sus últimos cinco años de vida. Fabián era un ser maravilloso, tan querido como mis otros dos hijos. En medio de esta pérdida, hay un rayo de luz: mi otro hijo, Adrián, sobrevivió al atentado del edificio. Sin embargo, la alegría de su supervivencia siempre está teñida por la ausencia de Fabián, un recordatorio constante de lo que perdimos aquel día
La vida de Fabián se desarrollaba entre su trabajo en la AMIA y sus horas manejando el taxi que compartía con su padre. Pero más allá de sus responsabilidades laborales, era un hombre que hacía del calor familiar su prioridad. No solo cultivaba amistades en el trabajo; sus compañeros del departamento de sepelios se habían convertido en verdaderos amigos, parte de su círculo más íntimo.
Se le iluminaba el rostro cada vez que podía invitarlos a su casa, donde el asado se convertía en punto de encuentro y celebración. Su hogar tenía las puertas siempre abiertas, y él sabía cómo hacer que cada reunión fuera especial. Es desgarrador pensar que ninguno de sus compañeros de sepelios sobrevivió al atentado. Era un ser extraordinario, de esos que hacen del mundo un lugar más cálido. Como decimos en Argentina, era un divino.
Le arrebataron la vida cuando apenas comenzaba a desplegar sus alas. Fabián tenía todo por delante: sueños por cumplir, una carrera por construir, una vida feliz por vivir. Hoy, más de treinta años después, siento el vacío de los nietos que nunca llegaron, de todas esas historias familiares que quedaron sin escribir.
Es difícil poner en palabras lo que significa perder un hijo. Tres décadas han pasado, y con ellas vinieron muchos cambios en mi vida, pero hay algo que permanece intacto: el deseo de mantener viva su memoria, de que el mundo sepa quién era Fabián.
Era un joven que irradiaba alegría, meticuloso con su imagen – siempre preocupado por su cabello, que cuidaba con esmero. Le apasionaba vestirse bien, cocinar platos especiales para sus seres queridos, moverse al ritmo de la música. Tenía esos pequeños detalles que lo hacían único: su sonrisa constante, su manera de disfrutar cada momento, su forma de hacer sentir especial a quienes lo rodeaban.
Hay tantas cosas que quisiera contar sobre él, tantos recuerdos que se agolpan en mi mente, pero las palabras a veces no alcanzan para describir a un ser tan extraordinario, a un hijo tan amado cuya ausencia nos sigue doliendo cada día.
El recuerdo…
La memoria es mi causa, mi bandera. A mis 84 años, quizás ya no veré la justicia que hemos buscado durante tanto tiempo, pero me niego a permitir que el atentado se desvanezca en el olvido. Cada historia que comparto sobre Fabián, cada recuerdo que mantengo vivo, es un acto de resistencia contra el silencio.
Durante años, caminé junto a otros familiares que compartían el mismo dolor. Participé en varios juicios, me involucré todo lo que pude en la búsqueda de respuestas. Pero hoy, mi lucha más importante es mantener encendida la llama de la memoria. Porque mientras sigamos contando sus historias, mientras recordemos quiénes eran y qué nos arrebataron aquel 18 de julio, ellos seguirán presentes.
No es solo por Fabián, es por todos los que perdimos ese día. Es por las generaciones futuras, para que sepan lo que pasó, para que entiendan que detrás de cada nombre había una vida, una familia, sueños y esperanzas. Esa es mi misión ahora: mantener viva la memoria, porque el olvido sería una segunda muerte.
 
								 
											 
											


